Solemnidad de San Martin de Porres


Espero que puedas conocer un poco mas de este Santo, aqui te presentamos parte de su vida, su infancia y su vocación.



SU INFANCIA
En uno de los primeros días de diciembrede 1579, cuando las campanas de la ciudad de Lima alegraban el ambiente con sus sones vocingleros, anunciando a los fieles la proximidad de la fiesta de la Concepción Inmaculada de María, en una casa fronteriza al Hospital del Espíritu Santo nacía al mundo un niño hijo de una negra criolla libre, natural de Panamá. Allí, en el traspatio de esa mansión, en donde probablemente prestaba sus servicios, daba a la luz su madre el fruto de sus ocultas relaciones con un caballero español, que por entonces no quiso aparecer como padre de aquella criatura. El mismo día de su nacimiento o uno de los inmediatos, pero a no dudar un 9 de diciembre de 1579, era conducido a la vecina parroquia de San Sebastián y el cura don Antonio Polanco derramaba, sobre su frente las aguas regeneradoras del bautismo. La partida que se asentó después nos revela en su laconismo todo el drama que se agitaba en torno a aquel infante y la condición de inferioridad en que nacía, según el mundo.
Sin la pompa de los bateos de la gente de alta o mediana posición social, la comitiva que llevó al recién nacido a la iglesia volvió a la casa de donde saliera y entregó a su madre el niño, hecho cristiano, que llevaba ya en su ser la simiente de la gracia, de esa gracia que no habría de perder y antes bien iría creciendo en su alma, embelleciéndola y elevándola hasta convertirla en una de las más favorecidas por el cielo. El mundo nada sabía de esto, pero ¿quién podría expresar la complacencia de Dios habitando en aquel pequeño ser?
Ana Velázquez de origen africano, pero nacida en Panamá, había conocido en esta ciudad o en la de Lima a un hidalgo español, llamado don Juan de Porras, quien, como otros muchos de su misma condición, no vaciló en enlazarse con ella clandestinamente, por respeto a su nombre y a la venera de la Orden de Alcántara que poseía. No fue su unión con la panameña tan pasajera como pudiera creerse, pues de ella brotaron Martín, nacido en primer término y más tarde Juana.
De su crianza y educación al menos en los primeros años, cuidó su madre, pero pasado algún tiempo, don Juan debió comprender que era también obligación suya atender a aquellas pobres criaturas y aprovechando un viaje que hizo a Lima desde Guayaquil decidió llevarlos en su compañía a su regreso. Era el primer paso para el reconocimiento para sus hijos.
De muy corta edad eran ambos cuando en compañía de su padre llegaron al puerto de Siantiago de Guayaquil. Tenía allí don Juan un deudo cercano, don Diego Marcos de Miranda, hermano de su madre y se presentó en su casa en compañía de Martín y de Juana.
Extrañó el tío que don Juan entrara por sus puerta con tal compañía y con la confianza que le daba el parentesco le preguntó la razón de venir cargando con aquellos dos mulatillos. Don Juan no se turbó ante la pregunta y con ánimo resuelto confesó que era el padre de los pequeños y que como a tal le corría la obligación de sustentarlos. Lo hizo así, mientras vivió en aquella ciudad y algún tiempo después, habiendo de venir a Lima a recibir de manos del conde del Villar la confirmación del cargo de Gobernador de Panamá, se trajo consigo a Martín, dejando a Juana en poder de su tío. Debía entonces contar unos 10 años de edad y en su rostro mate y delicado se transparentaba la inocencia de su alma. Volvía a la ciudad que le vio nacer después de una ausencia de cerca de cuatro años cuando apuntaba ya en sus miembros la robustez y estatura de la edad juvenil y con el corazón lleno de gozo al presentir los abrazos de su madre que le esperaba.
Don Juan, investido del alto cargo de gobernador de Panamá, creyó con algún fundamento que pondría en compromiso su autoridad si le acompañaban sus hijos y por eso decidió dejar a Juana al cuidado de su pariente don Diego Marcos de Miranda y a Martín en poder de su madre. Esta decisión puede decirse que determinó el porvenir de su hijo. Hasta entonces su ninez se había deslizado tranquila y segura, ya al amparo de su madre, ya en el hogar de uno de sus deudos. Dentro del ambiente cristiano que entonces se respiraba, la gracia de su bautismo había producido sus frutos y us buena índole le había conquistado el cariño de todos. Ahora, bajo la dirección de su madre, y posiblemente, de la señora a quien ésta servía, va a hacer progresos admirables en la virtud. A ello se ha de añadir la realidad de un nuevo don que le va a conceder el cielo en el sacramento de la confirmación. Regía por entonces la Iglesia de Lima el santo Arzobispo don Toribio Alfonso Mogrovejo y a este prelado, a quien también le ungió la frente de Rosa de Lima, le corresponderá ahora administrar el crisma de la salud y la fortaleza cristiana a Martín. Sucedía esto en el año 1591.
Vivía entonces Martín en el barrio de Malambo, en la casa de doña Isabel García Michel, madre de doña Francisca Vélez Michel, esposa del que fue Mateo Pastor como declara en los procesos el hijo de ambos, el dominico Fr. Francisco Velasco. El voticario Mateo Pastor, era vecino suyo, que más tarde sería su confidente y amigo. Este y su mujer empezaron a cobrar afición a aquel modesto muchacho, de color es cierto, pero cuya piedad y postura han podido observar diversas veces en el cercano templo de San Lázaro. De entonces data el episodio que narran sus biógrafos y se halla confirmado en los procesos por las declaraciones de sus contemporáneos. Sea que necesitara de luz para recitar sus oraciones de noche, sea que deseara alumbrar a alguna imagen de su devoción, el hecho es que Martín, con alguna frecuencia, solía pedir a la dueña de la casa alguna vela de cebo o un cabo de cera antes de recogerse en la habitación donde dormía.
Tantas veces reanudó su petición que la buena señora comenzó a abrigar algún recelo y una noche, cuando ya todos se habían recogido, deseó sorprender a Martín y observar lo que hacia a aquellas horas en su cuarto. Su sorpresa fue grande al ver por entre las junturas de la puerta mal entornada que Martín de rodillas hacía oración ante una imagen de Cristo Crucificado. Como todas las almas privilegiadas había comenzado a sentir los atractivos de la comunicación con Dios y antes de dar a sus miembros todavía débiles el necesarío descanso, no quería privar a la suya del suave regalo de esta habla interior. Conmovida y admirada abandonó el dintel de la habitación la buena señora y no se recató luego de contar a sus amigas y a su vecina doña Francisca Vélez lo que había visto sus ojos. Martín era pobre, mas en su pobreza halló modo de ejercitar la caridad con los más necesitados que él. Es muy poco lo que sabemos de estos años de su infancia, pero lo que de ella nos ha conservado la tradición y se desprende de los dichos de sus contemporáneos es que era muy inclinado a socorrer las miserias ajenas y por esta razón más de una vez fue reprendido por su madre. Se cuenta que una de las industrias que se valió para poder ayudar a los pobres fue plantar en el interior de su casa un limonero, el cual daba fruto casi todo el año y por mucho tiempo se le conservó en aquel lugar, siendo conocido por todos con el nombre del limonero del Hermano Martín.
Dada su condición fuerza era ayudar a su madre y trabajar. Comenzó por entrar al servicio de don Mateo Pastor. En al trastienda de su botica comenzó a aprender el uso de los medicamentos y como las boticas eran en aquel entonces una oficina de primeros auxilios, tuvo ocasión de ver cómo se remediaba a los pacientes y se aliviaban sus dolores. El hábil y caritativo enfermero de Santo Domingo comenzaba a dibujarse entonces. Allí o tal vez en la barbería del barrio, Martín se adiestó en el oficio de barbero, aprendiendo a manejar la navaja y la lanceta, pues bien sabido es que los raspadores de aquel tiempo lo mismo servían para rasurar que para sangrar. Por tal manera este adolescente, contrariando la natural inclinación de los jovenes a distraerse en los juegos propios de su edad, se dio al trabajo que había de ser ley de su vida y, como buen hijo, ayudo a su madre en sus necesidades. Tal aprendizaje le sirvió, además, sin sin sospecharlo él, para el oficio que más tarde había de ocupar gran parte de su tiempo, el de enfermero y remediador de los males ajenos.

SU VOCACIÓN
Había llegado a los 15 años y su espíritu cada vez más atraído hacía las cosas altas comenzó a sentir la voz de Dios que lo invitaba a una vida más perfecta. Sus ojos se fijaron, en la Orden de Santo Domingo. Para llegar desde su casa a la iglesia de este nombre no había más que cruzar el puente de la ciudad y doblar luego por la Rinconada en donde estaba el Corral de las Comedias. Martín la conocía muy bien, pues había acudido a ella muchas veces en compañía de sumadre adscrita muy probablemente a la Cofradía del Rosario de Pardos allí establecida. Ana Velázquez no puso obstáculo a la vocación de su hijo. De haberse dejado llevar por un sentimiento egoísta se habría opuesto, pues el apoyo de su hijo y las fundadas esperanzas que se podría cifrar en su buena habilidad le prometian una vejez descansada, pero su espíritu cristiano se sobrepuso a todo y, tal vez, ella misma lo condujo hacia la portería del convento y pidió hablar con el padre Prior.
Era en aquellos tiempos el convento del Rosario uno de los más observantes de la ciudad y uno de los más Populosos. Si había ganado mucho en la parte material, no era menor su crecimiento en la religiosa observancia y esto último le había conquistado el aprecio y la estimación de los limeños. Por otra parte, su templo guardaba una joya muy estimada de los vecinos, la imagen de Nuestra Señora del Rosario, dávida del Emperador y centro de fervorosa devoción. Todo esto y un designio providencial de Dios fue causa de que Martín encaminara sus pasos hacia este importante cenobio, en donde se deslizarían los años de su vida. Ana Velázquez con humildad y emoción que no podía ocultar expuso ante el padre Prior, Fray Francisco Vega, el deseo de su hijo. Bien sabía ella que a los de su clase le estaba vedado aspirar a contarse entre los religiosos así fuese en la condición de hermano converso o lego, pero al menos creía que le podrían admitir en calidad de donado. Eran éstos verdaderos siervos del convento. Como su nombre lo indica, se obligaban a servir de por vida al monasterio a cambio de vesitr el santo hábito y de ser considerados como miembros de la familia religiosa dentro de la cual vivían. A veces, como sucedió en el caso de Martín, se les admitía en los santos votos de pobreza, castidad y obediencia, pero esta oblación que hacían de sí mismo a Dios se podía considerar como un acto de devoción, aprobado por los Superiores, pero no como un lazo que los uniera indisolublemente a la religión y los ligara a ella de un modo solemne.
Martín no aspiraba a más. Su deseo no era otro sino el de servir a Dios y a sus prójimos con entera abnegación de sí mismo. Tantas veces había meditado en el sacrificio del Hombre Dios; tantas veces había clavado sus ojos, humedecidos por la compasión en el Cristo que tenía en su aposento, que lejos de arredrarle la vida humilde y abatida de los donados, le seducía el pensamiento de consagrarse al servicio de otros por amor de aquel Señor que se hizo siervo de sus criaturas. Al escuchar el prior de los labios de su madre la tensión de su hijo, no debió disimular ante ellos lo arduo de la profesión de donado, pero a esas reflexiones Ana Velázquez calló y cedió la palabra a Martín. Este, sin turbación y con acento humilde manifestó que su mayor deseo era entregarse al servicio de Dios en aquella casa, que a todo se hallaba pronto y que contaba con ayuda del cielo, porque sentía interiormente que ésa era su voluntad. Al padre Prior le debieron causar favorable impresión tanto estas palabras como el aspecto del joven pretendiente. Había en el rostro y en el porte de aquel muchacho de tez morena tanto candor, tanta sinceridad y modestia que el buen padre no pudo menos de inclinarse en su favor.
No sabemos la fecha cierta de su ingreso y sólo por declaraciones de los que le conocieron y trataron se tiene por averiguado que se verificó a los 15 años de su edad o sea hacia 1594, siendo Provincial fray Juan de Lorenzana. Martín traspasó los umbrales del convento y pudo exclamar con el Salmista:"Éste es el lugar de mi descanso para siempre: aquí moraré porque éste es el sitio de mi elección". Sin vestir todavía el hábito que lo distinguiría más tarde de los seglares, se aplicó con amor a los oficios humildes de la casa. Pronto se ganó el afecto de todos. Se le veía tan recogido y al mismo tiempo tan sonriente; era tan natural la prontitud con que prestaba sus servicios y tan modesto su porte, que, pese a su condición de criado y a la prevención que existía contra la gente de color, todos se sentían inclinados a mirarle con benevolencia y el que menos le concedía su respeto.
Su firme deseo de perseverar hasta la muerte en el servicio de Dios le pudo mover a decir lo que ya en víspera de abandonar este mundo dijo con espíritu profético: Con este hábito me han de enterrar